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Ofelia como icono versátil de la melancolía


Ofelia, la ninfa decimonónica de “sensibilidad terrible”, como diría Antonin Artaud, la encarnación de la melancolía (o locura) amorosa en el plano estético.

A priori es un personaje relegado al margen, pero como ha sucedido y sucederá otras tantas veces, lo más oscuro y lejano, lo más rechazado, consigue sobrevivir en nuestra cultura.

Ofelia transgrede su propia muerte con una iconografía poliédrica muy poderosa: literatura, artes visuales e historia cultural.

¿Quién no ha visto alguna de sus muchas representaciones?

Frase propia. Pintura de Sir John Everett Millais, Ophelia (1851-2).

Selección de fotogramas y fotografías con temática ofeliana

Su popularización es debida, en gran parte, al pintor prerrafaelita John Everett Millais en colaboración con Elizabeth Siddal, quien posó para él como Ofelia en 1852; hecho que le costó una grave neumonía, pues en una de las sesiones estuvo durante largo tiempo flotando vestida en una bañera llena de agua en pleno invierno y, aunque Millais ponía velas cerca para templar el agua, un día se apagaron y la hipotermia se apoderó del cuerpo de Lizzie.

Elizabeth Siddal posando en la bañera para Millais en la serie de la BBC Románticos desesperados, 2009.

Ofelia como icono versátil de la melancolía. El concepto y la representación se han ido retroalimentando y adaptando a la evolución que trae consigo el tiempo.

Por ello su historia puede ser eternamente imaginada y representada, aunque los contextos varíen.

Ella, presa de su terrible sensibilidad, se vio condenada a la inadaptación en una sociedad sorda a sus deseos, donde la mayoría de la gente no sentía ni intuía lo que ella sí. Dicha incomprensión abocó a la muerte a nuestra ninfa, pasando a convertirse en el adalid del marginado, del rechazado, del que no encaja en el canon establecido.

En Ofelia se fusionan el corazón intrépido y empapado de romanticismo, el lado salvaje e indómito, las fragilidades de la adolescencia, la inconsciente inocencia previa a la adultez…

En definitiva, Ofelia es el espejo colmado de magnetismo y empatía donde alguna vez en la vida nos hemos mirado; es la hipersensibilidad, el corazón roto, la mirada abatida, taciturna y ensimismada que parece guardar en sí la clave que nos transporta a un universo ininteligible e inaccesible para el resto.

Ofelia soy yo”.

Clara Janés.

Selección de pinturas basadas en la imagen de Ofelia


Referencias a Ofelia en la literatura

Hamlet, príncipe de Dinamarca – William Shakespeare (1603)

Escena XXIV

Claudio ¿Qué ocurre de nuevo, amada Reina?

Gertrudis Una desgracia va siempre pisando las ropas de otra; tan inmediatas caminan. Laertes tu hermana acaba de ahogarse.

Laertes ¡Ahogada! ¿En dónde? ¡Cielos!

Gertrudis Donde hallaréis un sauce que crece a las orillas de ese arroyo, repitiendo en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allí se encaminó, ridículamente coronada de ranúnculos, ortigas, margaritas y luengas flores purpúreas, que entre los sencillos labradores se reconocen bajo una denominación grosera, y las modestas doncellas llaman, dedos de muerto. Llegada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a suspenderla de los pendientes ramos; se troncha un vástago envidioso, y caen al torrente fatal, ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible que así durarse por mucho espacio. Las vestiduras, pesadas ya con el agua que absorbían la arrebataron a la infeliz; interrumpiendo su canto dulcísimo, la muerte, llena de angustias.

Laertes ¿Qué en fin se ahogó? ¡Mísero!

Gertrudis Sí, se ahogó, se ahogó.

Laertes ¡Desdichada Ofelia! Demasiada agua tienes ya, por eso quisiera reprimir la de mis ojos… Bien que a pesar de todos nuestros esfuerzos, imperiosa la naturaleza sigue su costumbre, por más que el valor se avergüence. Pero, luego que este llanto se vierta, nada quedará en mí de femenil ni de cobarde… Adiós señores… Mis palabras de fuego arderían en llamas, si no las apagasen estas lágrimas imprudentes.

Claudio Sigámosle, Gertrudis, que después de haberme costado tanto aplacar su cólera, temo ahora que esta desgracia no la irrite otra vez. Conviene seguirle.


Arthur Rimbaud, Ofelia, 1870.

Existió el ser-de-los-mil-seres al que llamamos Shakespeare. He vivido todos los personajes de sus mundos: porque siempre están, ya sea en la vida o en la muerte, porque la vida y la muerte no están separadas por ningún simulacro, porque hay adhesión fulgurante de todo a nada, de la afirmación al no, porque lo que va del uno al otro es un beso, una frase de felicidad, de infelicidad, porque en todo lugar hay abismo y cima, nada llano, nada blando, nada templado. El hombre se convierte allí en mujer, la mujer en hombre, mundo sin esclavos: hay traidores a los poderes de la muerte. Más que humanos, todos los vivos son grandes”.

Hèléne Cixous.

«Fue sobre el agua verde…
Un oculto remanso
entre las ondas claras de un río de ilusión.
El crepúsculo muerto puso en las ondas hojas
de luz que Ofelia enciende
con su carne de rosa,
de oro blanco y de sol.

Como vaga corola de una flor religiosa
se hunde y el Amor
ha tronchado su arco sobre una encina vieja
hundiéndose en las sombras. Hamlet con su siniestra
mirada ve al espectro que lleva el corazón
herido y una daga
que sangra en las tinieblas…

Se acerca la Venganza
en negra procesión.

Y Ofelia dulce cae
en el abismo blando.
Todo, sacra tristeza
y palpitar de tarde.
Sobre el tenue temblor
de las aguas, su pelo
se diría una vaga y enigmática sangre,
unas algas de oro
que cayeran del cielo
o un ensueño de polen
de azucena gigante…
No queda en el remanso sino la cabellera
que flota. Un gran topacio
deshecho por el ritmo
de eterna primavera
que agita el dulce espacio
de las aguas serenas.

¡Es noche!
Los corderos ya vuelven a los tristes rediles.
Las flores sobre el agua beben alma de Ofelia.
Ya está el bosque sombrío con sones pastoriles.
La balada se cubre con un manto de niebla.

¡Margaritas! ¡Robles!
A lo lejos campanas
llenan de noche negra
bandadas de palomas sin rumbo,
portadoras de rosas invisibles que huelen a inocencia,
cabezas pensativas llenas de rubio encanto
con los ojos azules coronados de hiedra,
clavicordios que lloran sonatas imposibles,
claustros llenos de rosas,
una anciana y su rueca cuyo copo de nieve
es la eterna leyenda.
El lobo se ha perdido.
Hamlet, pensando, sueña.
Bajo el cielo impasible
el agua duerme a Ofelia
como una madre… y canta el viento
en la floresta.

¡Con qué santa dulzura
se muere la doncella!
Shakespeare tejió con vientos
la maravilla tierna de la mujer extraña
que pasa en la tragedia del príncipe fantasma
como un sueño de nubes
recogidas y castas,
hecha de espigas rubias
y estrellas apagadas,
que se fue sonriendo por los reinos del agua
como una luz errante
que encuentra al fin su lámpara.

¡Ofelia muerta!
Remolino de nieve soleada.
Un montón otoñal de rosas blancas.
Una antorcha de mármol en un ara
profunda, inagotable de misterio,
que tiembla con los vientos
y que canta…
Los árboles del bosque son los cirios.
La luna los enciende con su brasa.

Ofelia yace muerta coronada de flores.
En el bosque sombrío
la llora la Balada.

Fue sobre el agua verde de un oculto remanso
en la puesta del sol de una tarde lejana».

La muerte de Ofelia. Federico García Lorca. 7 septiembre 1918, Granada.

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