La muerte
El hombre, siempre envuelto entre lo material y lo espiritual, puede llegar a morir psicológicamente mucho antes que vitalmente. Nuestra conciencia puede ser nuestro propio infierno, ya que ante el análisis del sentido y el valor de la vida humana, muchos podemos adentrarnos en una crisis existencial, encontrarnos perdidos, sin un horizonte, lo cual nos genera una gran inquietud y ansiedad.
La única certeza con la que contamos en la vida es que algún día moriremos. ¿Cómo nos enfrentamos a la muerte? ¿Acaso realmente nos paramos a reflexionar sobre ella o preferimos mirar hacia otro lado?
La cuestión de la muerte no debería banalizarse siendo percibida como un mero acontecimiento, un hecho científico o como el simple término de una vida, es algo mucho más trascendente, pues cualquier intento de encontrarle sentido a la vida y al hombre recae necesariamente en una reflexión sobre la muerte, en palabras de Camus: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía» (El mito de Sísifo).
La muerte se nos presenta como un dato empírico y biológico, pero también simbólico y cultural. Es un rasgo humano, pues somos los únicos seres vivos que reflexionamos acerca de ella como concepto general y como propio. La reflexión sobre nuestra propia muerte nos hace madurar, nos da vida, nos hace conscientes de nuestra finitud, de nuestro estado efímero y transitorio. Comprender y aceptar que nuestra condición humana es mortal, es lo que nos permite valorar la vida, proyectarnos y ubicarnos espacio temporalmente.
Se podría considerar la muerte como el gran proyecto y el fin totalizador. Ella pone fin a nuestra consciencia, que se diluye en lo desconocido; es el infinito horizonte que se nos escapa a cada segundo, es orden y desorden sintetizados.
De la muerte en sí no sabemos nada, sólo sabemos acerca del acto de morirse, sólo conocemos qué actitud se tiene ante ella, el dolor y la agonía que supone, sus fases; en definitiva, conocemos la muerte como condición médica, psicológica y sociológica.
Visto esto, ¿qué tal si intentamos observarla desde dentro, como elemento constituyente de nosotros y nuestro mundo intentando desvelar su esencia, su sentido?
Deberíamos estar educados ante y para la muerte, adquirir las libertades del espíritu y de la vida misma.
La muerte es nuestra única certeza, es nuestro destino seguro; y puesto que son nuestros fines, límites y destinos los que dan significado a nuestra vida, esta no tendría sentido sin la muerte. Si el hombre no muriese, si fuéramos inmortales, no existiría la libertad, estaríamos condenados a hacer lo mismo que hacen todos los demás mortales.
Al ser conscientes de nuestra finitud, se nos brinda la posibilidad de que seamos nosotros quienes dotemos de sentido a nuestra vida y así escapar a la angustia de pasar a ser voluntad de poder a voluntad de no poder, pues en una vida perfecta, cualquier variación sería para mal; antes de que el fin nos llegue nos encontramos en una permanente inconclusión, abiertos a todas las posibilidades.
La muerte genera angustia, pero una angustia que nos hace trascender y liberarnos de la naturaleza animalizadora. Se presenta entonces la muerte como la expresión máxima de la existencia auténtica, como una novela que ya puede ser leída tras haber puesto el punto final.
Deberíamos adueñarnos de nuestra propia muerte, pues si la vida es la búsqueda de la verdad, será la muerte quien nos la revele, quien pondrá ante nosotros el saber absoluto, pues si el cuerpo es la cárcel del alma, como dijo Platón, la muerte representaría una liberación de esta, que nos llevaría ante el conocimiento más puro.
Vivir es anticipar, y debemos ser conscientes de que tarde o temprano nos encontraremos ante la muerte.
La vida es caduca, y vivir con autenticidad, sin autoengaños, es vivir teniendo conciencia de que el telón de nuestra vida terminará por caer.
La soledad
Soledad, ensimismamiento, verdad, autenticidad, amistad y amor. ¿Tienen algo en común?
Todo pensar es ensimismarse, perder contacto con la realidad exterior, con lo otro que me altera. Para el hombre consagrado al pensamiento, su autenticidad consistirá en buscar y encontrar la verdad. En esta reflexión recurro a Ortega y Gasset, quien consideraba que la vía que conduce a la verdad es la soledad.
La vida humana es lo que somos y lo que hacemos.
El hombre, al existir tiene que hacer su existencia, realizar un programa, pues la vida es tarea, es quehacer. Pero el hombre tiene que hacer esta autofabricación desde su radical soledad, porque la vida humana es intransferible, y por ello, esa soledad se convierte en drama desde que el hombre nace. Esta soledad es siempre soledad de alguien o de algo, es decir, que es quedarse solo y un echar de menos.
¿Qué echa de menos el hombre? Según Ortega, el hombre echa de menos la compañía de los demás: “Desde ese fondo de soledad radical que es, sin remedio, nuestra vida, emergemos constantemente en un ansia no menos radical, de compañía. Quisiéramos hallar aquel cuya vida se fundiese íntegramente con la nuestra. Para ello, hacemos los más variados intentos. Uno es la amistad. Pero el supremo entre ellos es lo que llamamos amor. El auténtico amor no es sino el intento de canjear dos soledades”.

Muy bueno
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¡Muchísimas gracias por leerme!
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